Cuando la señal acústica del reloj despertador quebró el plácido silencio del amanecer, Darío fue arrancado del extraño sueño en el que estaba y transportado repentinamente a la realidad. Era del tipo de persona que se activa de inmediato al despertar, habilidad que había cultivado de joven, cuando compartía habitación con su furioso hermano mayor. Desconectó rápidamente la alarma y se desperezó mientras trataba de sacudirse de encima la extraña sensación que le había dejado el sueño. No recordaba nada en absoluto del mismo y renunciaba a intentar recordarlo. Había leído en alguna parte que los sueños que el cerebro olvidaba al despertar eran demasiado raros o demasiado horribles para recordarlos durante la vigilia, así que se desechaban.
Tras la ducha de rigor comprobó que llevaba retraso. Se había quedado más rato de lo habitual debajo del agua, intentando limpiarse no sabía muy bien qué. Maldijo sin demasiada convicción las cervezas que se había tomado por la noche con sus amigos. Se vistió a toda prisa, recogió su mochila del trabajo y se lavó los dientes. En seguida estaba de camino al metro, como cada mañana, cuando comprobó que se había dejado el MP3. Valoró dar la vuelta y recogerlo, pues tenía mucho trayecto y se iba a hacer largo sin música, pero como ya había salido tarde acumularía demasiado retraso. Fastidiado por la situación, siguió adelante y bajó al andén. Hacía ya casi dos años que viajaba siempre a la misma hora cada mañana, y repasó mentalmente a sus compañeros de viaje. Jamás había cruzado ni una palabra con ninguna de esas personas, no las conocía de nada, pero cada mañana eran más o menos las mismas.
Faltaban tres minutos para que llegara el metro, según el luminoso, y de momento estaban algunos de los habituales, como el tipo gordo y nervioso de los enormes cascos en la cabeza, que se pasaría toda la espera dando pasitos para adelante y para detrás. “Cuanta energía desperdiciada a las siete de la mañana”. Estaban también las dos mamás como solo él mismo las conocía. Eran dos señoras de unos cuarenta años que dejarían pasar el primer metro que llegaba. Imaginaba que esperarían a alguien en el siguiente. Divisó más abajo, a mitad de andén, a la chica pelirroja que siempre leía libros enormes y que bajaría en Verdaguer y a un par de personas más que no le eran especialmente familiares. Se acomodó en el banco, junto a las señoras, y sacó el ebook. Mientras arrancaba miró hacía las escaleras y vio bajar a una chica que no le sonaba. Miró de nuevo al tiempo de espera. Dos minutos.
Concentrado ya en el libro, se percató que la chica que acaba de bajar se había quedado al principio del andén, cerca de él. Levantó la vista y la vio observándole. Desvió rápidamente la mirada al ebook con cierto rubor. “Es demasiado temprano para andarse con miraditas”. Ella era rubia, de estatura media y de complexión normal, muy discreta. No le había dado tiempo a fijarse mucho más y sin embargo estaba empezando a inquietarle. Tenía la sensación que seguían mirándole. Alzó de nuevo la cabeza, esta vez para mirar el tiempo primero y al ver la cifra, un minuto y veintitrés segundos, sintió que ese momento ya lo había vivido, estaba teniendo un “deja-vu”. Le invadió el desasosiego súbitamente. Lentamente giró la cabeza hacia la chica que, efectivamente, seguía mirándole. Vio sus ojos, dos pozos negros, llenos de dolor, rebosando desesperación, observándole fijamente y traspasándole la carne y el alma.
- NO. Balbuceó él mientras notaba como se le erizaba todo el vello del cuerpo.
- “Si” Dijo ella con un leve gesto de la cabeza, sin dejar de mirarle fijamente.
Intentó levantarse, pero el peso de esos ojos clavados en él le impedía moverse. Quiso gritar, avisar al gordo o a las señoras, pero tampoco podía gritar. Lanzó una mirada frenética al luminoso, menos de un minuto. Alcanzó a dejar el ebook en el banco en el instante en que ella daba el primer paso hacia el borde del andén.
- No. Suplicó y una de las señoras giró la cabeza mirándole.
- “Si” Asintió de nuevo ella casi imperceptiblemente.
No entendía por qué nadie más se daba cuenta. No entendía por qué sabía lo que iba a pasar ni porqué la chica no dejaba de mirarle intensamente. No entendía porque se movía tan lentamente. Ella dio otro paso para atrás. Consiguió levantarse del banco titubeante. Apenas treinta segundos y ella estaba a dos pasos de caer a la vía del tren. Las dos señoras le miraban ahora abiertamente y el hombre gordo no daba sus pasitos. “¡¡No me miréis a mí!! ¿No la veis a ella?, ¿No veis lo que va a hacer?” Avanzó haciendo un esfuerzo titánico, encorvado, casi a gatas, mientras estiraba los brazos en dirección a ella. Los demás debían pensar que la chica rubia estaba tan cerca de la vía escapando de él. Quince segundos.
Apareció la masa metálica del primer vagón del metro por el túnel. Venía frenando pero debía llegar al fondo del andén. Todavía llevaba mucha velocidad. Miró por última vez a la chica. Ella se dejó caer de espalda, sin dejar de mirarle en ningún momento. Él lanzó un grito desgarrador, por fin pudo hacerlo, pero pese a ello y el estruendo del tren, el sonido del impacto y la carne y los huesos rompiéndose, le hicieron vomitar en el acto.
- ¡Santo Dios! Exclamó una señora.
- Va borracho. Dijo el hombre gordo quitándose un enorme auricular de una oreja.
- Casi me mancha el cerdo. Dijo con asco la otra señora mientras abría una puerta del metro y se subía sin esperar al siguiente metro por primera vez que él viera.
En estado de shock, incapaz de reaccionar, Darío se quedó en el suelo recién mancillado. Estaba estupefacto, con la frente perlada por el sudor y lágrimas en los ojos. Nadie parecía haberse dado cuenta pero eso era imposible. El conductor debía haberlo visto seguro, y en cambio había abierto las puertas y ahora accionaba la señal del cierre de las mismas. La gente se había subido mirándole con asco y desde dentro del vagón veía algunas cabezas alzarse para ver lo ocurrido.
El metro se marchó, en la vía no había rastro alguno de la chica rubia. Darío se levantó con trabajo. Decidió que no estaba en condiciones de ir hoy al trabajo. Subió las escaleras y se dirigió a la calle. Mientras salía por las puertas de validar, le asaltó un hombre menudo, vestido con la ropa de trabajador de TMB.
- Lo he visto. Dijo con el rostro desfigurado por el miedo. Estaba mirando el monitor y lo he visto todo.
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